Hitler -con una capacidad oratoria excepcional- supo levantar esperanzas y ser seguido por millones de personas.
Nunca
debemos dejar de pensar cómo Adolf Hitler, el vulgar oportunista que
encarnó el mal absoluto, pudo seducir a tanta gente. Hay que estar
vigilantes para que jamás pueda volver a repetirse algo similar.
Qué personaje, este Adolf Hitler, de
cuyo suicidio se cumplen ahora 70 años. Un número redondo, que no
significa nada ni tendría por qué hacernos hablar de él. Pero cualquier
pretexto es bueno para reflexionar sobre Hitler.
Y es así no porque su personalidad
tuviera interés, porque fuera un “gran hombre”, bueno o malo, según
gustos, pero dotado, en todo caso, de alguna cualidad extraordinaria.
Solo creerá que fue grande quien equipare grandeza con popularidad,
impacto mediático, influencia sobre su época. Porque influyó, sin duda,
sobre el curso de la historia mundial como pocos seres humanos lo han
hecho en el tiempo en que vivieron. El siglo XX sería, sin duda, muy
distinto de no haber nacido él.
Desde cualquier otro punto de vista,
careció por completo de grandeza. Fue un tipo inculto, aunque él
creyera, desde luego, saber mucho (otra prueba de su ignorancia). En el
cenit de su poder, pensó que eran tan importantes las conversaciones
mantenidas en sus almuerzos por él y su grupo cercano que instaló a unas
taquígrafas para que tomaran notas y se conservaran así para la
historia. Se publicaron, hace unas décadas; miles de páginas, de una
pobreza difícil de imaginar, llenas de simplezas, en un tono siempre
rotundo y dogmático.
Si de las ideas pasamos a los principios
morales, sus móviles nunca fueron “nobles”, cualquiera que sea el
significado que demos a esta palabra. Y si a las ideas y los principios
añadimos su atractivo personal, no era un tipo sociable, nunca tuvo
verdaderos amigos y su vida sentimental fue anodina; de él no se
recuerda una anécdota interesante, una frase ingeniosa, pese a la
inventiva que suele adornar estos anecdotarios de hombres célebres. Como
pintor, su única profesión, fue mediocre; y cuando le tocó ser gestor
se levantaba tarde, era vago y desorganizado, le aburría leer informes y
eludía la toma de decisiones (o las tomaba de forma temeraria). Por no
inventar, no inventó ni el antisemitismo. Fue un oportunista vulgar, un
megalomaniaco vacuo, un don nadie fanático y simplón, un charlatán
desprovisto de cualquier idea de interés, un ambicioso cuyo único norte
fue la conquista de un poder absoluto sobre sus semejantes.
Muchos creen que Hitler fue el primero en dirigir un régimen totalitario modélico pero Stalin ya le había precedido.
El agente principal
Alguien me objetará que aportó
novedades, aunque fueran perversas; que construyó y dirigió un régimen
totalitario modélico, ideal para otros muchos dictadores; que enseñó a
otros criminales políticos cinismo, brutalidad, manipulación de la
prensa y la radio, justificación de los medios por el fin, crímenes
contra la humanidad a gran escala. Pero en todos estos aspectos le había
precedido Stalin. Y aquí me parece escuchar voces de protesta: cómo se
me ocurre compararlos, este lo hizo por motivos idealistas, quería
establecer una sociedad justa e igualitaria, aunque esto le llevara a
cometer “excesos”. Dejemos ese tema para otro día. Lo indiscutible es
que utilizó todos los medios imitados luego por Hitler para instalarse
en el poder y que lo ejerció, como él, sin límites morales; y su modelo
totalitario fue aún más perfecto que el nazi. Hitler, la verdad, tampoco
inventó nada en ese terreno.
Alguna grandeza demoniaca se le podría
atribuir. Nadie, quizás, ha encarnado el mal absoluto de forma tan pura.
Fue la quintaesencia de la perversión, y por eso es útil como ejemplo
para describir lo que debe evitarse a cualquier precio. Pero Hannah
Arendt arguyó, con buenas razones, que los nazis ni siquiera tenían
grandeza en este terreno, que incluso su maldad era “banal”, que
cometieron los mayores crímenes sin plantearse siquiera los dilemas
morales que se le ocurrirían a cualquier mente reflexiva.
Hay quien dice que dirigió un régimen totalitario modélico, pero le había precedido Stalin
Todo lo dicho, pensándolo bien, apenas
tiene importancia y no responde a la pregunta de por qué escribir sobre
él. La verdadera cuestión, la difícil de contestar, es cómo pudo un
personaje tan mediocre alcanzar el poder absoluto sobre una sociedad tan
culta, avanzada y moderna como la alemana. Cuál fue su atractivo, ese
es el misterio sobre el que se han escrito miles y miles de páginas.
Porque Alemania no era un país cualquiera. Hay que recordar lo que
significó para los españoles que estudiaron allí, empezando por Ortega y
Gasset, o la elevación del nivel de las universidades estadounidenses
gracias a los alemanes que se refugiaron allí, o la calidad de las
vanguardias artísticas alemanas. ¿Cómo pudo una sociedad tan
sofisticada, una de las cimas de la civilización moderna, hundirse en la
barbarie, en la brutalidad, en el genocidio, siguiendo las pautas de
este Adolf Hitler?
Adolf Hitler
Claro que la pregunta simplifica las
cosas, pues no todo debe atribuírsele a él. Hubo colaboradores, fuerzas
sociales que le apoyaron, estructuras de poder que se pusieron a su
servicio. Pero él fue crucial, su personalidad fue clave en el asunto.
Como resumió Ian Kershaw, Hitler no fue la “causa primordial” del
“ataque nazi a las raíces de la civilización”, pero sí su “agente
principal”.
Del vacío a la iniquidad
Para entender su éxito, hay que
referirse a las circunstancias en las que surgió: la amarga derrota
alemana en la Gran Guerra, la inflación galopante de los años veinte y
el paro masivo tras la crisis de 1929, los miedos que suscitaba en toda
Europa la revolución bolchevique… Todo ello, en el tránsito de la
sociedad del antiguo régimen al mundo moderno, con el desplome de las
jerarquías tradicionales, el avance de la secularización, el paso de la
política de élites a la de masas, de la sumisión de la mujer a la
igualdad de géneros. Todo era novedoso, conflictivo, nunca visto. La
sociedad, tal como se había conocido durante siglos, se hundía; y eso
provocaba inseguridad y temores comprensibles.
Unos colaboradores sin escrúpulos construyeron el andamiaje que le rodeó de un halo carismático.
En esa situación, Hitler —con una
capacidad oratoria, esa sí, excepcional— supo levantar esperanzas.
Identificó de manera nítida al culpable de todas aquellas crisis: los
judíos, padres del capitalismo y del marxismo, los dos males de la
modernidad. Y prometió, en tono apocalíptico, eliminar a aquel culpable.
Con ello, aseguró, llegaría la redención, la superación de las
divisiones, el reingreso en el paraíso, una nueva unión fraternal (de
los elegidos, claro). Y aquella solución tan sencilla sedujo a muchos.
Aunque sin mayoría absoluta, ganó elecciones —cosa que no hizo nunca
Stalin—. A partir de ahí, unos colaboradores sin escrúpulos construyeron
el andamiaje efectista que le rodeó de un halo carismático. Montaron un
espectáculo grandioso, que compensaba la falta de participación
política real. Y casi todos, incluidos muchos visitantes inteligentes,
se dejaron impresionar por el resultado.
Hay quien explica el atractivo de Hitler
a partir de la cultura alemana, del famoso Sonderweg, camino especial
seguido por aquel país. En él contrastarían la modernidad en los
aspectos económicos y técnicos con el atraso en la estructura política,
basada en el paternalismo estatal heredado del “socialismo” conservador
de Bismarck y dominada por los Junkers, élites de mentalidad muy
tradicional, nacionalistas, militaristas y antisemitas, muy distintos a
las aristocracias francesa o inglesa. El nazismo sería el producto de
esa tradición y por tanto específicamente alemán. Pero, frente a esta
visión, otros ven el fenómeno como una aberración atribuible a la
situación de crisis económica, política y moral en la que surgió y creen
que la aparición de aquel grupo de hooligans, dirigidos por un loco,
interrumpió el acceso a la normalidad que iba siguiendo la historia
alemana. El nazismo sería un caso de totalitarismo, como el soviético,
típico del siglo XX europeo, no de la cultura alemana. Una cultura, hay
que recordarlo, que produjo a Hitler pero produjo también a un Stefan
Zweig, por mencionar solo un nombre, europeo lúcido si los ha habido,
crítico y víctima del nazismo.
En conclusión, Hitler como persona
importa poco. No evoco su muerte, desde luego, porque fuera, en ningún
sentido, una pérdida para la humanidad. Lo que importa es preguntarse
cómo pudo un tipo así seducir a tanta gente. Sobre eso es sobre lo que
nunca deberíamos dejar de pensar. Como no deberíamos dejar de estar
vigilantes, para que jamás se repita nada similar. En cuanto a él, como
ser humano, ni siquiera el pistoletazo final, hace ahora 70 años, le
otorgó la menor grandeza.
*José Álvarez Junco es historiador. Su último libro es Las historias de España (Pons / Crítica).
Tomado de @ELPAIS
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