Tereixa Constenla
Klara Goldstein dejó su maleta en
Auschwitz. Allí sigue, una más entre miles de maletas de cuero, cartón y
piel que se apelotonan entre sí, arrebujadas como para sacudirse el
frío. Más de setenta años lleva la maleta aguardando el reencuentro con
una propietaria que nunca regresará, con una señas que no surtieron
efecto (Rote Kreuz: Cruz Roja). Klara bajó de un vagón en mitad de la
intemperie polaca, donde el Tercer Reich montó su más perfeccionada
industria del exterminio, y ascendió al cielo convertida en humo.
¿Cuándo se dio cuenta Klara de su viaje a ninguna parte? ¿Cuándo reparó
en que su maleta era un maquiavélico atrezo?
En Auschwitz alguien podría pasar toda
la jornada leyendo uno a uno los nombres de los dueños de maletas
abandonadas por las víctimas. Ocupan una habitación, protegidas tras un
cristal. En cada maleta iba lo imprescindible, probablemente aquello que
cada uno salvaría si se fuese a una isla desierta, el mínimo común
existencial, lo más querido o lo más necesitado, lo que definía a cada
uno como uno mismo: los zapatos de fiesta, la blusa de seda, las
zapatillas de ballet, el libro de oraciones, la partitura, el espejo de
mano, el broche de la madre, la novela de Thomas Mann… ¿Qué podía llevar
cada judío en su ignorado camino hacia la cámara de gas?
Hace 70 años los soviéticos liberaron Auschwitz, un complejo formado por tres campos de concentración habilitados
junto a la ciudad polaca de Oswiecim, a unos 70 kilómetros de la bella
Cracovia. Allí murieron 1,1 millones de personas, la gran mayoría
judíos, pero también otras minorías étnicas (gitanos) y enemigos
políticos del nazismo. Cuando abandonaron el lugar, los alemanes volaron
algunas evidencias de sus crímenes como la cámara de gas y el horno de
Auschwitz II-Birkenau, su principal máquina de matar. Ahora puede verse
acordonado por razones de seguridad, pero basta con visitar su
predecesor, la cámara de Auschwitz I, para empaparse de oscuridad.
A pocos metros del primer edificio donde se experimentó con Zyklón B se levanta la casa donde residía el kommandant del campo, Rudolf Höss,
con su familia: Hedwig, su esposa, y sus cinco hijos. Un lugar de risas
y correrías. Desde la segunda planta podía verse la chimenea del horno
crematorio, tan cerca y al mismo tiempo en otra galaxia. Höss asistía a
los actos de exterminio para mostrar su fortaleza ante sus subordinados.
Varios años después, en 1947, regresaría al lugar para morir. Un
tribunal polaco le condenó a la horca. Fue ejecutado en Auschwitz, a
medio camino entre el chalé por donde correteaban sus hijos en el pasado
y la cámara de gas. Uno de sus nietos visitó el campo hace poco. “Este
es el único lugar decente que hay aquí”, dijo junto a la horca.
En los registros de Auschwitz hay
constancia del paso de dos mujeres que compartieron el nombre de Klara
Goldstein. Una nació el 20 de mayo de 1900 en la ciudad húngara de
Nyiracsad y murió el 14 de septiembre de 1942 en el campo. La segunda
nació el 29 de agosto de 1921 en lugar desconocido. Figura en la lista
de presos transferidos desde Birkenau a otros campos. Ignoramos a qué se
dedicaban, si les gustaba el cine o la música, si tenían hijos, maridos
o hermanas, si creían o no en algún dios, si habían fantaseado con
envejecer en el mismo lugar donde habían nacido… La magnitud de la
masacre fue tal que parece inevitable el anonimato masivo. Pero ello es
un último atropello a la memoria de las víctimas. Cada objeto que les
materializa les salva del olvido, aunque se trate de gafas redondas
repetidas hasta el infinito, prótesis ortopédicas de discapacitados o
zapatos ajados…
Tomado de la revista Babeli