Morozov, mirando a cámara y con un libro entre las manos.
Fernando Paz
Las autoridades notificaban a un joven
chico y a su hermana –la futura disidente Yelenna Bonner- la deportación
de su madre y el fusilamiento de su padre.
Morozov, mirando a cámara y con un libro entre las manos.
La delación es, junto a la
politización de la existencia, la piedra angular de todo Estado
totalitario; el nexo que establece una complicidad indeleble entre el
ciudadano y el poder. En adelante, al delator no le queda otro remedio
que fidelizar su lealtad al Estado. Hace unas décadas –no tantas-
algunos países se convirtieron en auténticos estados de la delación, en
los que nadie estaba seguro de no ser denunciado por las más triviales
razones.
El profesor manoseaba compulsivamente la
montura de los quevedos. Sonreía nervioso, mientras pasaba de una mano a
la otra un pequeño papel mecanografiado. A su lado, un chico de apenas
once años se mostraba satisfecho ante sus compañeros:
“Vasiliev es el orgullo de nuestro
colegio –empezó el profesor señalando al joven, mientras leía el papel-.
Ha dado un ejemplo que se debe seguir. Es solo un niño, sí, pero ha
demostrado ser un ciudadano responsable de nuestro país…con vigilancia
digna de un auténtico bolchevique, Vasiliev ha descubierto y
desenmascarado a un enemigo del pueblo…”
La tímida sonrisa del maestro se hizo franca:
“Por supuesto, diréis, ése es el deber
de todo ciudadano soviético: tenéis razón. Pero Vasiliev hizo más. Se ha
portado como un héroe. Ha superado los prejuicios familiares y ha
denunciado a su propio padre.”
El pequeño Vasiliev tomó asiento
satisfecho, orgulloso de su traje nuevo, la recompensa por haber
informado de que su padre leía a escondidas las proscritas obras de
Trostky. Todos le miraron con envidia. Ojalá pudieran ellos denunciar
también a su padre. Ojalá fueran capaces de desenmascarar a un verdadero
enemigo del pueblo.
A mediados de los años treinta, los
jóvenes ejercían una vigilancia activa sobre su entorno, prestos a
denunciar a todo aquél que mostrase desviaciones de la línea oficial.
Una frase, una palabra, apenas una insinuación, eran suficiente motivo
como para que el desgraciado diera con sus huesos en el Gulag. La
veracidad de la denuncia no era imprescindible: lo fundamental era hacer
cómplices. Por eso, un pobre hombre había sido condenado a tres años en
los campos, acusado por un adolescente de albergar al mismísimo Trostky
en el sótano de su casa.
En otro lugar de esa inmensa cárcel que
era la URSS, las autoridades notificaban a un joven chico y a su hermana
–la futura disidente Yelenna Bonner– la deportación de
su madre y el fusilamiento de su padre. Pasmada, la chica escuchó
concluir a su hermano de nueve años, con perfecta lógica: “Hay que ver
cómo son los enemigos del pueblo; algunos hasta fingen ser padres”.
En la Unión Soviética, la delación se generalizó hasta formar un vasto sistema sobre el que se asentaba la propia sociedad. La delación era
el sistema. Se estimulaba a los jóvenes a denunciar a los padres, a los
profesores, a los hermanos y, por fin, a delatarse unos a otros. Se
premiaba la denuncia, y se censuraba como falto de celo político a quien
no la ejercía. Los casos se multiplicaron hasta el punto de que la
palabra comunista quedó como sinónimo de chivato.
A Stalin no le
importaba lo más mínimo la culpabilidad o inocencia de las víctimas. Lo
esencial era que no faltase el combustible. Entre las anotaciones que se
conservan de su puño y letra, figuran -en los márgenes de los informes
que su esbirro Yezhov le presentaba-, a modo de maniático mantra:
“Pegue, pegue, maldita sea, pegue; y nada de investigar ¡¡arreste!!”.
El héroe
Todo había empezado en septiembre de
1932, cuando Pavlik Morozov, de quince años de edad, fue encontrado
apuñalado, junto a otro adolescente, en una zona boscosa de los Urales.
La muerte le convirtió en un héroe. Pronto, se le erigieron estatuas y
se establecieron premios con su nombre por todo el territorio de la
unión. Pero ¿qué había hecho el joven Morozov para merecer tales
distinciones?
Denunciar a su padre. Éste, llamado
Trofim, desempeñaba un cargo público en la aldea, pero había abandonado a
sus hijos para irse con otra mujer, dejando a los chicos al cuidado de
una madre perturbada. Vengativamente, el chico consiguió que su padre
fuese condenado por enemigo del pueblo a un campo de trabajo, en el que
más tarde moriría asesinado de un disparo.
Durante el juicio que condenó a su
padre, Pavlik percibió el terror que inspiraba a sus vecinos, así que,
junto con su hermano de nueve años, se dedicó a denunciar a todos los
que hablaban mal de la granja colectiva o a aquellos que tuvieran un
comportamiento sospechoso. A los pocos meses apareció muerto en el
bosque, como un animal.
Se daba la circunstancia de que los
habitantes de la aldea en la que vivían los Morozov eran ferozmente
individualistas y, de hecho, ninguno de ellos había entrado a formar
parte de la granja colectiva. Todos eran, pues, kulaks, enemigos
del pueblo. Así las cosas, la prensa soviética desató una campaña
presidida por el habitual histerismo y destinada a enaltecer las
denuncias de Pavlik y a execrar a sus vecinos. Se fundaron clubes con su
nombre, se compusieron canciones y poemas, se estrenaron obras de
teatro y películas. Aunque, en unos años, el caso Morozov fue preterido
en favor de otros ejemplos más estimulantes, muchos años después, los
supervivientes de su aldea aún le recordaban como “el joven malvado”.
Pero Morozov, como todos los demás
delatores, no fue sino el resultado de un sistema que proclamaba: “Los
niños, como blanda cera, son muy maleables (…) debemos rescatar a los
niños de la dañina influencia de la familia (…) Debemos socializarlos,
obligando a la madre a entregar su niño al Estado: ésa es nuestra
tarea”. La resultante fue una generaciones de delatores, chivatos y
soplones, esas figuras que la familia y la educación escolar nos han
enseñado siempre a rechazar, con un mohín de repugnancia.
Pero ¿quién no percibirá en estas
palabras una cierta actualidad? ¿Y cómo evitar la sensación de que hemos
dado un rodeo de varias décadas -y de unas cuantas decenas de millones
de muertos- sólo para precipitarnos hacia el mismo terrible punto al que
los estados totalitarios condujeron a la humanidad?
Tomado de La Gaceta España
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