A la historia

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viernes, 21 de agosto de 2015

Pol Pot/ El Infierno de Camboya/ Dictador Cruel



(1928-1998) Militar y político camboyano, considerado responsable de Camboya bajo el régimen de los jemeres rojos (1975-1979). Nacido en la provincia de Kompong Thom, participó en la resistencia antifrancesa de Indochina liderada por Ho Chi Minh.

Pol Pot se llamaba en realidad Saloth Sar y había nacido el 19 de mayo de 1928 en la localidad camboyana dePrek Sbauv, en el seno de una familia de campesinos acomodados. El pequeño Saloth fue enviado a un monasterio budista donde se educó durante tres años, y era ya un adolescente cuando los monjes, al parecer no sin cierto embarazo, comunicaron a la familia que Saloth Sar no podía seguir sus estudios en el centro. Le costaba estudiar, explicaron. Intelectualmente, el chico no daba para mucho.

Así que Saloth se trasladó a Phnom Penh, donde su hermano mayor tenía un buen puesto como funcionario en el palacio real junto al rey Monivong. Es en esta época cuando tiene lugar una historia que quizá vaya a marcar para siempre el destino de Saloth Sar: una de sus hermanas, Sarouen, fue aceptada como integrante del cuerpo de baile de palacio, y no tardó en convertirse en concubina del rey. En la corte, Sarouen debió sufrir continuos desprecios por su condición social, y Saloth, que vivía con ella, era testigo diario de la amargura de la joven. En el adolescente empezó a fraguarse un odio profundo hacia la clase dominante que se valía de su posición para humillar a los inferiores. (Fuente Consultada: historiaarte.net)

En 1946, ingresó en el ilegal Partido Comunista Indochino y más tarde realizó estudios en París, donde continuó con sus actividades políticas. Trabajó posteriormente como maestro en Phnom Penh. En 1960, participó en la fundación del Partido Popular Revolucionario Jemer (o Partido Comunista Jemer), del cual fue nombrado secretario general dos años después. En 1963, se desplazó a la selva camboyana, donde organizó el grupo guerrillero denominado Jemer Rojo.

Durante la abierta guerra civil que siguió al golpe de Estado de Lon Nol en 1970, se alió con el príncipe Norodom Sihanuk. Después de que los jemeres rojos expulsaran del poder a Lon Nol en 1975, Pol Pot ocupó la jefatura de gobierno y dirigió la evacuación de las ciudades camboyanas, obligando prácticamente a toda la población del país a trabajar como campesinos. Pol Pot fue depuesto en enero de 1979 por los vietnamitas, que habían invadido el país; a partir de entonces, desencadenó una guerra de guerrillas contra el nuevo gobierno impuesto por Vietnam. En 1982, creó un frente común con los líderes de la oposición, el príncipe Sihanuk y el antiguo primer ministro Son Sann.

Dimitió como comandante en jefe del Jemer Rojo en 1985 y permaneció incomunicado tras el establecimiento del nuevo gobierno camboyano en 1993.

Posteriormente, siguió manteniendo en la selva el movimiento guerrillero, hasta que, el 17 de junio de 1997, los jemeres rojos anunciaron mediante un mensaje radiofónico captado en Bangkok (Tailandia) que habían detenido a su líder histórico Pol Pot, el cual se encontraba huido desde hacía varios días de su campamento en Anlong Veng, en la jungla camboyana, después de asesinar a algunos de sus colaboradores y pretender dirigirse a la frontera tailandesa.

Comenzó una guerra civil de cinco años que concluiría con la victoria de los khmer rojos, quienes el 17 de abril de 1975 tomaron la capital, Phnom Penh, tras largo asedio. Al alzarse con el poder, los nuevos dirigentes aislaron al país del mundo exterior e iniciaron una brutal reorganización de sus estructuras sociales. Dos o tres millones de habitantes de Phnom Penh y de otras poblaciones fueron obligados a trasladarse a zonas rurales, amenazados por las armas, sin provisión de alimentos, agua ni atenciones médicas. Nunca se conocerán los detalles de estas marchas forzadas, pero se estima que decenas de miles de personas murieron en sus desplazamientos a consecuencia del hambre, las enfermedades y el agotamiento. Más aún: a finales de 1975, el gobierno decretó una segunda emigración en masa cuyo balance de muertos se elevó a 600.000 (el 10 por ciento de la población).En 1976, los propios refugiados refirieron que los comunistas habían matado a millares de combatientes, funcionarios y personas influyentes del antiguo régimen. El gobierno se apoderó de la propiedad privada y suprimió los salarios de los trabajadores, a quienes se retribuyó en adelante con simples alimentos racionados. A fines de 1978, una invasión procedente de Vietnam acabaría con el despótico régimen.

Muerte de Pol Pot:  El cadáver de Pol Pot (15 de abril de 1998) se encontraba tendido en la cama, cubierto sólo a medias por una sábana de color indescifrable. Llevaba puesta una camisa y unos pantalones cortos, y estaba descalzo. Junto a su cabeza, alguien había colocado dos pequeños ramos de flores y un paipay. Las únicas pertenencias que conservaba eran unas latas de conservas, una bolsa de plástico, un barreño y una cesta de mimbre.

Unos cuantos guerrilleros jemeres vigilaban el cadáver, y en una esquina de la cabaña que les había servido de vivienda, dos mujeres lloraban en silencio. Una era Sith, la hija adolescente del dictador. La otra, su segunda esposa, Mia Som, con la que llevaba una década casado en segundas nupcias mientras su primera mujer, Khieu Ponnary, se consumía recluida en un siniestro hospital psiquiátrico de Pekín.
Esto es un artículo de la revista Gente en 1977 cuando escribía sobre las injusticia del régimen autoritario de líder revolucionario Pol Pot:

El infierno está en la tierra, queda entre Tailandia, Laos y Vietnam. Se llama Camboya. Todo lo que sucede allí no es parte de un relato fantástica ni de una película terrorífica. Tampoco ha ocurrido hace tiempo. Todo pasa en estos momentos mientras usted lee estas mismas líneas.

En ese lugar, un pueblo está condenado. Es castigado con trabajos forzados, está esclavizado, torturado y muchas veces asesinado, en nombre de una ideología que se propone crear un “hombre nuevo”. Camboya (la actual, la de la bandera roja) se está construyendo sobre un inmenso osario. Sobre las lágrimas y los despojos de los intelectuales, de los funcionarios, de las mujeres, de los campesinos y de los niños. Porque en esta Camboya perseguida y quebrantada, los niños ofician obligadamente de espías, de delatores de sus propias familias.

El infierno está en la tierra y se llama Camboya.

El país está sometido al “Angkar”, una “organización” que es sin eufemismos, nada más y nada menos que el partido comunista camboyano. En la cumbre de esta “organización” está el “Angkar Leu”, un organismo al cual los camboyanos prefieren llamar por su verdadero nombre: “el país de los muertos”, ya que ninguna persona que sea obligada a comparecer ante ellos regresa jamás. En la base de] “Angkar” están los cuadros, los educadores, los que vigilan los trabajos, los jefes de aldea y los comandantes de distrito. Todos tienen una función común: el señalamiento y la muerte de quienes no piensan como ellos.

Camboya tiene siete misiones de habitantes. Es un pueblo sufrido, de trabajo, de ritos milenarios y de tierras feraces. Esos siete millones de habitantes son manejados por una máquina política y administrativa que le permite a un puñado de hombres (unos 200.000) sojuzgar a la población entera.


Hay camboyanos deportados en su mismo país. No se les perdonó la vida; simplemente se les alargó la agonía. El hambre y las enfermedades hacen estragos entre ellos. Ya no tienen fuerzas. Entre siete u ocho deben arrastrar un arado. Cuatro cucharadas de sopa de arroz es su diaria alimentación. Deben levantarse a las cuatro de la mañana y trabajar hasta las 22. la mayoría de ellos sufre-paludismo y disentería. Los soldados rojos les dicen a los enfermos que su mal “es del espíritu”, y ya no les dan comida. Hay centenares de testimonios sobre estas muertes, sobre estas pesadillas que en Camboya tienen suficientes nombres y apellidos.

Se “Calcula que un millón de personas han muerto. Un millón de cadáveres son la columna vertebral de esta realidad atroz. Pero, ¿por qué’ hay tanto silencio en torno a Camboya? ¿Por qué únicamente los testimonios de algunos refugiados, las notas periodísticas de “Le Point”, de Parls, algunos relatos orales y algunas fotos borrosas y desgarradoras son las únicas voces que se alzan contra tanto crimen?

¿Cómo es posible el silencio de la Organización de las POS

Naciones Unidas, de la Arnnesty Internacional, por ejemplo? Hay algunas razones claras y sencillas: la flamante mayoría que ha ‘creado en la ONU el tercer mundo y los países socialistas elige con cuidado a sus condenados. Jamás están entre sus acólitos.
Mientras todo este silencio continúe, esta sangrienta revolución se seguirá apoderando del poder y la muerte será el amanecer de Camboya (Tomado de “Gente”).




GENOCIDIO EN CAMBOY: El gobierno provietnamita instalado tras la caída de Pol Pot creó un “Museo del genocidio”, cuyo nombre inspira el nuestro, donde se exponen miles de huesos de víctimas que no serán identificadas jamás.

En Camboya tuvo lugar el experimento de ingeniería social más atrevido y radical de todos los tiempos. Fue el comunismo llevado a su consecuencia lógica, a su mayor extremo. El dinero desapareció y la colectivización integral se llevó a cabo en sólo dos meses. El gobierno del Angkar duró tres años y ocho meses y sembró de cadáveres el país: alrededor de dos millones de muertos para una población total de ocho millones.

Pin Yatay, superviviente, nos cuenta que “en la Kampuchea democrática no había cárceles, ni tribunales, ni universidades, ni institutos, ni moneda, ni deporte, ni distracciones… En una jornada de veinticuatro horas no se toleraba ningún tiempo muerto. La vida cotidiana se dividía del modo siguiente: doce horas de trabajo físico, dos horas para comer, tres para el descanso y la educación, siete horas de sueño. Estábamos en un inmenso campo de concentración. Ya no había justicia. Era el Angkar el que decidía todos los actos de nuestra vida”

Pol Pot y sus jemeres rojos iniciaron en 1970 una guerra civil apoyada por el gobierno de Hô Chi Minh. Ya entonces mostraron su extrema crueldad: no sólo los prisioneros fueron maltratados y ejecutados, sino que también fueron encarcelados sus familias, reales o inventadas, monjes budistas, gente sospechosa en general, etc.. En las prisiones, los malos tratos, el hambre y las enfermedades acabaron con casi todos ellos y, desde luego, con la totalidad de los niños detenidos.

Pero ese horror en guerra no era más que el preludio de lo que llegaría desde que el 17 de abril de 1975 ésta terminó con el triunfo de Pol Pot y los suyos. La primera medida fue el desalojo de los más de 3 millones de habitantes de las ciudades, realizada inmediatamente. Esto provocó la división entre “viejos” (los campesinos de siempre) y “nuevos” (los habitantes de las ciudades reconvertidos), de los que estos últimos se llevarían la peor parte de la represión que vino más tarde.

El horror cotidiano

En las prisiones se numeraba y fotografiaba a las víctimas del Partido Comunista antes de su ejecución. Si el torso estaba desnudo, el papel con el número se sujetaba con un imperdible a la piel.

La “Kampuchea democrática” dejó en sus supervivientes una pérdida completa de valores; la supervivencia exigía la adaptación a las nuevas reglas del juego, de las cuales la primera era el desprecio a la vida humana. “Perderte no es una pérdida. Conservarte no es de ninguna utilidad”, según rezaban los manuales del Angkar.

Pol Pot anunciaba un futuro radiante en sus discursos. Prometía pasar de la tonelada de arroz por hectárea y año a tres en breve sucesión. El arroz se convirtió en el monocultivo. Los mandos obligaban a trabajar sin descanso a los esclavos a su mando, para mejorar su reputación entre sus superiores. En algunos extremos se llegaba a jornadas de 18 horas, en la que los hombres más robustos eran los que padecían mayores exigencias y, en consecuencia, morían antes.

No obstante, la planificación central y el desprecio por la técnica (sustituida por la educación política) destruyeron la hasta entonces siempre próspera cosecha arrocera camboyana. Para finales del 76 se calculaba que la superficie cultivada era la mitad que antes del 75. El hambre era inevitable y, con él, la deshumanización y el sometimiento al Angkar. Aunque quizá menos extendido que en la China del “Gran Salto Adelante”, el canibalismo se convierte en costumbre.

La familia era considerada una forma de resistencia natural al poder absoluto del Partido, que debía llevar al individuo a una dependencia total del Estado. Por tanto, las familias eran separadas y la autoridad paterna castigada: la educación era responsabilidad exclusiva del Angkar. Los sentimientos humanos eran despreciados y considerados un pecado de individualismo. Al intentar ayudar a una vecina, Pin Yatay se ganó esta reprimenda: “No es su deber ayudarla, al contrario, esto demuestra que todavía tiene usted piedad y sentimientos de amistad. Hay que renunciar a esos sentimientos y extirpar de su mente las inclinaciones individualistas.”

Los esclavos pertenecen al sistema, no a sí mismos. Su vida es totalmente regulada. Había de evitar cualquier fallo, incluso involuntario, un resbalón, la rotura de un vaso, no podían ser un error sino una traición contrarrevolucionaria que conducía a un castigo seguro. A veces, la muerte. O la flagelación, que en los más débiles era equivalente. Los niños espiaban a los mayores en busca de culpabilidades reales o inventadas. Pero no había muertos, esa palabra era tabú, ahora tan sólo existían cuerpos que desaparecen.

“Basta un millón de buenos revolucionarios para el país que nosotros construimos”, se rezaba en las reuniones de los jemeres rojos. El destino de los demás era evidente. La muerte cotidiana era lo frecuente; curiosamente los casos considerados graves eran los que iban a prisión, donde se obligaba con tortura a la delación y, finalmente, se ejecutaba a los presos. Un detenido por el crimen de hablar inglés cuenta como fue encadenado con unos grilletes que cortaban la piel y torturado durante meses. El desmayo era su único alivio. Todas las noches los guardias se llevaban a varios prisioneros a los que nunca volvían a ver. Él pudo sobrevivir gracias a las fábulas de Esopo y cuentos jemeres tradicionales que contaba a los adolescentes y niños que eran sus guardianes.

Los niños no se libraban de la crueldad del sistema carcelario. Muchos eran encarcelados por robar comida. Los guardianes los golpeaban y daban patadas hasta que morían. Los convertían en juguetes vivos, colgándolos de los pies, luego trataban de acertarles con sus patadas mientras se balanceaban. En una marisma cercana a la prisión, los hundían y, cuando empezaban las convulsiones, dejaban que apareciera su cabeza para sumergirlos de nuevo.

En los campos, lo que atemorizaba era la imprevisibilidad y el misterio que rodeaban las innumerables desapariciones. Los asesinatos se llevaban a cabo con discreción. Era frecuente el uso de los cadáveres como abono. No obstante, la brutalidad reaparecía en el momento de la ejecución: para ahorrar balas sólo un 29% eran disparados. El 53% moría con el cráneo aplastado, el 6% ahorcado, el 5% apaleado.

Camboya, hoy

Pol Pot al frente de una columna de seguidores, en 1979, poco antes de ser derrocado.  Algunos autores niegan la inclusión del exterminio por razones políticas dentro del ámbito del genocidio. No hacen más que seguir las órdenes de la extinta URSS, el único país que, por razones evidentes, se opuso a incluir a éstos dentro de la definición de genocidio de la ONU.

La educación política recibida del Partido Comunista de Kampuchea persiste aún en Camboya. Los valores humanos han sido sustituidos por un cinismo y egoísmo que comprometen cualquier tipo de desarrollo. Aún persisten jemeres rojos parapetados tras campos de minas, lo que ha convertido a este país en el que posee mayor número de mutilados, sobre todo en adolescentes y niños.

En Camboya tuvo lugar el experimento de ingeniería social más atrevido y radical de todos los tiempos. Fue el comunismo llevado a su consecuencia lógica, a su mayor extremo. El dinero desapareció y la colectivización integral se llevó a cabo en sólo dos meses. El gobierno del Angkar duró tres años y ocho meses y sembró de cadáveres el país: alrededor de dos millones de muertos para una población total de ocho millones.

PARA SABER MAS SOBRE LOS JEMERES

——— 802 D.C ———
En una montaña cerca de Angkor, un grupo de sacerdotes hindús proclama a Jayavarman II, que ha vuelto de su exilio en Java, rey de la región. El reinado de Jayavarman fue el comienzo del culto jemer al rey-dios.

——— 877———
Indravarman I funda el imperio jemer. Expande el reino y unifica a su población. Comienza la construcción de grandes almacenes, canales y monumentos reales.

——— 889———
Yasovarman I traslada su residencia real a Angkor. Establece una red de monasterios budistas y shivaítas, consagrados al dios hindú Shiva. Estos monasterios sirvieron también de cuarteles militares.

——— H. 928-42 ———
Jayavarman IV instala su corte en KohKer, a 160 Km. al norte de Angkor. Se querella con los nobles jemeres a propósito de la sucesión dinástica.
——— 944———
Rajendravarman II vuelve a instalar la capital en Angkor, ciudad que conserva su estatus hasta la decadencia del imperio jemer, a comienzos del s. XV.

———1002 ———
Suryavarman I se convierte en el primer rey jemer de una nueva dinastía. Favorece el budismo y continuará la expansión del imperio.

———1050-66———
Los dieciséis años de reinado de Udayadityavarman II están marcados por grandes rebeliones. A pesar de estas

constantes luchas, favoreció la edificación de Baphuon. Durante su reinado, los mercaderes musulmanes árabes llegan al sureste asiático.

——— 1113-50———
Suryavarman II, rey guerrero, inicia un gran programa de construcción, que incluye su real templo funerario. Se trata de Angkor Wat, el mayor edificio religioso del mundo.

———1150———
Tras la muerte de Suryavarman II, el imperio jemer es invadido por los thais y los vietnamitas.

———1181———
Coronación de Jayavarman VII en Angkor. Durante su reinado, el imperio jemer se expande hasta Malasia. El rey edifica el Bayon, el segundo templo jemer, como monumento real. Manda construir puentes, carreteras, centros de ocio y hospitales. El budismo se convierte en la principal religión. Una de sus esposas, la reina Indradevi, destaca por su comprensión del budismo.

———1296-97———
En Angkor, los embajadores chinos son recibidos con todos los honores durante el reinado de Indravarman III.

———1369———
Los invasores atacan el imperio y ocupan Angkor.

———1389———
Nuevo ataque de Angkor. Arrasan la ciudad y deportan a miles de personas.

———1444———
Los invasores thai atacan Angkor por  tercera y última vez. La población de Angkor abandona la ciudad.

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El Genocida de Camboya

 Pol Pot asesinó, torturó y exterminó a un tercio de la población de Camboya. Al frente de los 'jemeres rojos' lideró un genocidio atroz. Quemó bibliotecas, abolió las medicinas o incluso llevar gafas por considerarlas un símbolo de intelectualidad… De 1976 a 1979 masacró en los campos de la muerte a un país entero.

El 15 de abril de 1998, una noticia llegaba a las redacciones de los diarios: Pol Pot, el dictador camboyano, el antiguo líder de los jemeres rojos, el responsable de un genocidio que había acabado con uno de cada tres habitantes de Camboya, había muerto en un campamento cercano a la frontera tailandesa donde vivía en situación de arresto domiciliario. Aquel teletipo fue recibido sin demasiado interés: la muerte de Pol Pot había sido anunciada y desmentida tantas veces que no valía la pena levantar páginas ni guardar columnas para ofrecerla en primicia. Pero los rumores se confirmaban: Pol Pot estaba muerto, y, para demostrarlo, los jemeres rojos exhibieron su cadáver ante un grupo de periodistas entre los que estaba el español Miguel Rovira.

Aquellos informadores fueron conducidos al campamento jemer en compañía de una escolta militar de Tailandia, y caminaron por la selva a través de un pasillo formado por soldados con ametralladoras. Pero el viaje valió la pena. Al llegar al destino fueron conducidos a una choza de madera. Allí, ante sus ojos, estaba el cuerpo marchito de uno de los más terribles genocidas de un siglo que no estuvo falto de ellos. El cadáver de Pol Pot se encontraba tendido en la cama, cubierto sólo a medias por una sábana de color indescifrable. Llevaba puesta una camisa y unos pantalones cortos, y estaba descalzo. Junto a su cabeza, alguien había colocado dos pequeños ramos de flores y un paipay. Las únicas pertenencias que conservaba eran unas latas de conservas, una bolsa de plástico, un barreño y una cesta de mimbre. Unos cuantos guerrilleros jemeres vigilaban el cadáver, y en una esquina de la cabaña que les había servido de vivienda, dos mujeres lloraban en silencio. Una era Sith, la hija adolescente del dictador. La otra, su segunda esposa, Mia Som, con la que llevaba una década casado en segundas nupcias mientras su primera mujer, Khieu Ponnary, se consumía recluida en un siniestro hospital psiquiátrico de Pekín.

Fue Mia Som quien comunicó a los jemeres la noticia del fallecimiento de Pol Pot. Según su esposa, murió sin enterarse de que abandonaba el mundo en el que un día había dejado más de dos millones de cadáveres. Oficialmente, la causa de la muerte fue un infarto, y así lo confirmaron los médicos tailandeses que se desplazaron al campamento jemer para confirmar la muerte del genocida y comprobar escrupulosamente su identidad. Muchos, muchísimos, se sintieron ofendidos por esa última burla del destino: el criminal, el asesino de niños y ancianos, había muerto dulcemente mientras dormía, y justo cuando el presidente Bill Clinton estaba moviendo los hilos para trasladarle a un país donde pudiera ser juzgado por crímenes contra la humanidad. Sólo unas semanas antes, The New York Times publicaba que las gestiones para la detención de Pol Pot estaban muy avanzadas, y que incluso se barajaba su extradición a Canadá. Pero la suerte había dispuesto las cosas de otra forma, y Pol Pot murió en su cama por causas naturales. O quizá no. Porque enseguida empezó a rumorearse que habían sido los jemeres quienes habían dado muerte a su antiguo líder, evitando así que fuese juzgado y condenado por un tribunal internacional.

Pol Pot se llamaba en realidad Saloth Sar y había nacido el 19 de mayo de 1928 en la localidad camboyana de Prek Sbauv, en el seno de una familia de campesinos acomodados. El pequeño Saloth fue enviado a un monasterio budista donde se educó durante tres años, y era ya un adolescente cuando los monjes, al parecer no sin cierto embarazo, comunicaron a la familia que Saloth Sar no podía seguir sus estudios en el centro. Le costaba estudiar, explicaron. Intelectualmente, el chico no daba para mucho. Así que Saloth se trasladó a Phnom Penh, donde su hermano mayor tenía un buen puesto como funcionario en el palacio real junto al rey Monivong. Es en esta época cuando tiene lugar una historia que quizá vaya a marcar para siempre el destino de Saloth Sar: una de sus hermanas, Sarouen, fue aceptada como integrante del cuerpo de baile de palacio, y no tardó en convertirse en concubina del rey. En la corte, Sarouen debió sufrir continuos desprecios por su condición social, y Saloth, que vivía con ella, era testigo diario de la amargura de la joven. En el adolescente empezó a fraguarse un odio profundo hacia la clase dominante que se valía de su posición para humillar a los inferiores.

En 1949, recién cumplidos los 21 años y gracias a los contactos de su hermano en el palacio, Saloth Sar recibió una beca para estudiar radioelectricidad en París. Allí, el estudiante entró en contacto con las teorías marxistas-leninistas. Su interés por la política desplazó todo lo demás, y junto a otros compatriotas fundó el Círculo de Estudios Comunistas. Fue en esta época cuando conoció a la que sería su primera esposa, Kieu Ponnary.

En 1953, Saloth perdió su beca por no asistir a clase. Regresó a Camboya unos meses antes de que el país se independizara de Francia, en 1954. Durante un tiempo trabajó como profesor de lengua y literatura francesa, pero su actividad principal era la que desarrollaba en el clandestino partido comunista. Seguía leyendo a los teóricos del marxismo y reorganizando sus propias ideas con respecto a la propiedad privada, la lucha de clases y el veneno del capitalismo. Un viaje a China en 1965, donde pudo conocer de cerca el fenómeno de la revolución cultural y los planes maoístas del "salto adelante", le convenció de que algo así era posible también en Camboya. Claro que los camboyanos perfeccionarían hasta el límite el proyecto chino. Un ejército listo para iniciar la guerra de guerrillas al que se bautizó como los jemeres rojos sería el elemento fundamental para llevar Camboya al "año cero", en el que la historia del país empezaría a escribirse otra vez.

En 1970, y con el apoyo de Estados Unidos, el general Lon Nol se hace con el poder en Camboya mediante un golpe de Estado, descabalgando del poder al príncipe Sihanouk. Los jemeres rojos tenían ya un nuevo enemigo al que enfrentarse. La guerra de los jemeres rojos se prolongó hasta abril de 1975, cuando los rebeldes llegaron a la capital del país. Mientras, el general Nol salía de Camboya con un millón de dólares en la maleta y cierta sensación de alivio. A partir de ahora, debió pensar, que se las compongan como puedan.

El 16 de abril de 1975, cuando las tropas rebeldes entraron en Phnom Penh, la capital de Camboya vivía suspendida en un remedo de prosperidad. A pesar de la guerra, la clase media era capaz de mantener un aceptable nivel de vida. Phnom Penh no era la Arcadia, pero sí una ciudad relativamente moderna, que conservaba muchos resabios afrancesados de la época de la colonización, y cuyos puestos callejeros ofrecían tanto caña de azúcar y grillos tostados como crepes y cruasanes rellenos. Ésa fue la ciudad que abandonaron las legaciones diplomáticas al grito de "Sálvese quien pueda". Ésa fue la ciudad que encontraron los jemeres rojos cuando llegaron con su indumentaria de camisa y pantalón negros y pañuelo de cuadros negros y rojos. Y ésa fue la ciudad que ordenaron desalojar en cuestión de horas.

Los habitantes de Phnom Penh se habían lanzado a las calles para celebrar el fin de la guerra cuando los soldados les informaron de que había orden de evacuación para todos los ciudadanos. A algunos les dijeron que la capital iba a ser bombardeada por los americanos, y por eso se les trasladaba al campo. "Será sólo unos días", aseguraban. Pero había algo raro en aquel desalojo, en aquel éxodo a la fuerza de dos millones de personas que recibieron instrucciones de hacer el camino a pie o en carro de bueyes. Todo el mundo tuvo que marcharse, incluso los ancianos y los enfermos. Muy pronto empezaron a aparecer en las cunetas los cadáveres de aquellos que no resistían la marcha a pie. El horror no había hecho más que empezar.

En la sombra, Saloth Sar y sus acólitos movían los hilos de un plan demencial. Había cambiado su nombre por el de Pol Pot, proclamado el nacimiento de la Kampuchea Democrática y declarado el inicio del "año cero", en el que la historia del país empezaría a reescribirse. Había que eliminar todos los vestigios del detestable pasado capitalista. Los vehículos a motor se destruyeron, y el carro de mulas fue nombrado medio de transporte nacional. Se quemaron bibliotecas y fábricas de todo tipo, y se prohibió el uso de medicamentos: Kampuchea estaba en condiciones de reinventar todas las medicinas necesarias para sus ciudadanos echando mano de la sabiduría popular. Porque sólo los campesinos permanecían a salvo de la peste capitalista y burguesa que contaminaba el país. Ésos eran los ciudadanos ejemplares. El resto, un peligroso despojo de tiempos pasados que había que reeducar o eliminar. Y eso fue lo primero que Pol Pot ordenó: que se acabara con todos los elementos subversivos que podían considerarse un lastre para el país. Durante días se ejecutó a altos funcionarios y a militares. Luego, a profesores, a abogados, a médicos. Después, a aquellos que sabían un segundo idioma. Finalmente, se asesinó a todos los que llevaban gafas, pues los lentes eran síntoma de veleidad intelectual.

Muchas de las ejecuciones se llevaron a cabo en el campo de Toul Sleng, a unos dos kilómetros de la capital. Las torturas allí practicadas convierten al doctor Mengele en un simple aficionado a la sevicia. Nos ahorraremos detalles, pero como prueba del sadismo de los carceleros baste decir que, nada más entrar en el campo, a todos los internos se les arrancaban las uñas de las manos. Después vendrían otras vejaciones durante interrogatorios interminables. Para acabar con aquellas sesiones de dolor en estado puro, los sospechosos tenían que reconocer sus relaciones bien con el KGB, bien con la CIA, bien con la élite política del general Nol. Aquellos desdichados sólo querían que cesaran las atrocidades y llegase para ellos una ejecución rápida, así que admitían las más insospechadas majaderías con el único fin de recibir el liberador disparo en la nuca. En Toul Sleng fueron ejecutados más de 20.000 prisioneros. Sólo siete personas salieron con vida de aquel campo de exterminio. Hoy, al visitar el museo del horror donde estuvo la cárcel, no podemos evitar un estremecimiento al contemplar las fotografías de los torturadores: adolescentes de mirada perdida, niños grandes que no habían cumplido los veinte años y se entregaban como bestias a las labores de infligir dolor.

Todos los ciudadanos de Camboya que no pertenecían a la guerrilla fueron convertidos en campesinos y obligados a trabajar en los campos de arroz en jornadas de 12 y 14 horas. Las ciudades quedaron despobladas, y en las aldeas se organizó una forma de vida muy particular, con familias separadas, comedores colectivos y sesiones de reeducación en las cuales se hablaba del Angkar como responsable último del bienestar y el progreso del país. El concepto de Angkar era completamente abstracto. El Angkar era el partido, el sistema, el gran hermano. Pol Pot seguía siendo una figura en la sombra, de la que sólo empezó a hablarse dos años después de la proclamación del año cero.

La vida se volvió un infierno. La propiedad privada se suprimió de manera drástica. Nadie tenía nada. Incluso la ropa (el pijama negro y el pañuelo de los jemeres) era propiedad del Angkar. La comida se suministraba en los refectorios, y poseer una olla se consideraba un delito. Muchos no soportaban la escasez de alimentos y las jornadas en los arrozales, y morían de agotamiento y de hambre. Los hijos perdieron a sus padres; los padres, a sus hijos. Mostrar dolor por la muerte de un familiar también estaba penado: era un síntoma de debilidad. Las raciones de comida eran tan miserables que hubo casos de canibalismo. Se regularon incluso las relaciones sexuales (que sólo podían mantenerse con fines reproductivos) y se obligó a los jóvenes a casarse para traer al mundo a nuevos ciudadanos de Kampuchea. Incluso se estableció que cada ciudadano debía producir dos litros de orina diarios, que cada mañana debían ser entregados al jefe de la aldea para fabricar abonos.

Los niños, cuyas mentes no estaban contaminadas por el pasado capitalista, fueron sometidos a un lavado de cerebro: el partido velaba por ellos, y los traidores al Angkar eran merecedores de los peores castigos. Despojados de la capacidad de sentir por aquel entrenamiento bárbaro, críos de diez años acababan denunciando a sus propios padres por robar comida, y aplicando sanciones a los que infringían las normas de conducta. Se creó una raza de criaturas alienadas y violentas, capaces de rebanar el pescuezo a quien fuese capaz de traicionar a Pol Pot robando una fruta o un puñado de arroz crudo. Niños y niñas de ocho años fueron entrenados en el arte de la lucha contra los llamados youns: los extranjeros, culpables de buena parte de los males que habían sacudido al país en el pasado.

Pol Pot y los jemeres rojos estuvieron en el poder 44 meses. El 7 de enero de 1979, la intervención militar vietnamita obligó al tirano a salir del país y poner fin al genocidio. No hay cifras exactas de cuántas personas murieron bajo el terror rojo, pero se sabe que más de dos millones perdieron la vida ejecutados o en los campos de la muerte: un tercio de la población del país. El ansia de exterminio de Pol Pot llegó a extremos inconcebibles. Al saber que algunos camboyanos habían conseguido huir a Tailandia, mandó sembrar en las fronteras 10 millones de minas para detener a los prófugos.

La película de Roland Joffe Los gritos del silencio brindó en 1984 un estremecedor retrato de la situación en Camboya durante la dictadura de Pol Pot a través de la historia real de un periodista, Dieth Pran, confinado en un campo de trabajo. Su papel fue interpretado por el doctor Haing S. Ngor, refugiado camboyano y víctima también de la represión polpotista. Al recoger el oscar con que la Academia premió su trabajo, declaró: "Una película no basta para describir el sangriento golpe comunista de Camboya. Es real, pero no es realmente suficiente. Es cruel, pero no es suficientemente cruel".

Cuando la pesadilla terminó, Camboya tuvo que admitir su condición de país arrasado material, científica y tecnológicamente, pero también humanamente. De los más de 500 médicos con los que contaba en 1975, sólo 54 habían sobrevivido a la masacre de los esbirros de Pol Pot. Tampoco había profesores, ni ingenieros, ni funcionarios cualificados. Por no haber, no había ni deportistas: Camboya renunció a su participación en los Juegos Olímpicos de Montreal en 1976 y de Moscú en 1980. Todos los atletas de los equipos nacionales habían sido exterminados. Practicar deporte también era una ocupación burguesa en la Kampuchea de Pol Pot.

Quien viaje a Camboya y tenga un mínimo interés en contactar con los camboyanos, descubrirá que prácticamente todas las familias del país fueron destrozadas por Pol Pot. Es algo tan habitual que cualquiera habla sin reparos de su situación: "Mataron a mis padres, a mis tíos y a mis dos hermanos mayores"; "Sólo sobrevivimos mi padre y yo"; "Me quedé solo y me recogieron unos primos de mi madre". El país está sembrado de recuerdos de la desdicha, y no hay una sola persona que no pueda contar la suya. La tragedia colectiva del país está ahí, sostenida por miles, millones de dramas individuales. Quizá por eso, desde mediados de los ochenta se instauró una fecha terrible: el Día Nacional del Odio. Se celebra el 20 de enero en el campo de tortura de Tuol Ulong. Luego, íntimamente, cada camboyano honrará a su modo a los parientes asesinados y descargará su alma con insultos y maldiciones al tirano que torció el rumbo de todo un país.

Siete años después de su muerte, puede decirse que nadie ha conseguido hacer un retrato completo de Pol Pot, ni siquiera entender del todo cómo pudo dirigir un genocidio de su propio pueblo. Al parecer, no tenía una personalidad subyugante ni arrolladora, no era un líder carismático ni un prodigio de inteligencia. Su fuerza parecía residir en su capacidad de odiar. De dónde viene esa misantropía, es difícil saberlo. Quizá arrancó de su pasado campesino, de su conciencia de inferior, del recuerdo de su hermana despreciada por los superiores en la escala social. Su frase favorita era: "El que protesta es un enemigo; el que se opone, un cadáver".

Pol Pot nunca se arrepintió de sus crímenes. Su esposa aseguró que había muerto feliz y satisfecho con su vida, y en una entrevista con la revista Far East Economic Review (la única que concedió en 19 años) afirmaba que hablar de millones de muertos era una exageración. "Tengo la conciencia tranquila", añadió. Se equivocan quienes piensan que la llegada de la vejez sirve a todo el mundo para recapitular. Los monstruos no lo hacen. Quizá porque los monstruos, como los tiranos, no tienen edad.

Siguiendo la tradición camboyana, el cuerpo de Pol Pot fue incinerado. El tiempo, el calor y la humedad de la jungla habían empezado a descomponer el cadáver cuando se le trasladó a una pira funeraria que bien poco aportaba al escenario de una ceremonia solemne: como material de combustión se usaron unos cuantos muebles viejos, neumáticos usados y una colchoneta. Los despojos del asesino desaparecieron en medio del olor nauseabundo de la goma quemada y de una espesa humareda negra.


Los crímenes más atroces de los Jemeres Rojos
En el «campo de la muerte» de Choeung Ek, a 15 kilómetros de Phnom Penh, se han encontrado 8.895 cadáveres en sus fosas comunes
pablo m. díez

Fuentes

Historia y Biografias

El País

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